Con la fundación de su mansión, el cónsul preservó los árboles autóctonos más antiguos e introdujo nuevas especies traídas de todo el mundo. La plantación de árboles sólo la realizaban las mujeres, pues se creía que sus manos transmitían la fertilidad necesaria para que las plantas crecieran bien. En uno de sus paseos matutinos por la Quinta, el Cónsul admiró la energía y la resistencia de aquellos hombres y, sobre todo, de aquellas mujeres, algunas de las cuales aún tenían hijos lactantes, que trabajaban obstinadamente a causa de las necesidades que tenían que atender. El joven cónsul se fijó entonces en una joven morena de ojos verde perla, vestida de blanco, pero con el delantal negro de la tierra a la que también pertenecía. ¡Oh! qué olor tan intenso llevaba en las manos, el Cónsul confundido por tantas experiencias, preguntó: “Señorita, ¿de dónde viene el perfume de sus manos?” A lo que ella respondió temblorosamente: “viene de la planta que tengo en mis manos”. Realmente era un perfume único, nunca antes experimentado por la gente de aquella tierra, ni siquiera por el joven cónsul. El capataz interrumpió con voz de trueno: “¡es un eucalipto que usted encargó a Oceanía!… Al menos eso es lo que dijo el hombre del barco”. El cónsul, extasiado, asistió a la plantación de aquel árbol como si fuera el nacimiento de su hijo. La joven sudaba, no sólo por su duro trabajo, sino sobre todo por la presencia del Cónsul, que aparte de su estatus era joven y guapo. Cuando la joven terminó, el cónsul se despidió de ella con una última mirada, de esas que no necesitan explicación. Una de las mujeres mayores dijo: “si el árbol crece como el que ha nacido hoy aquí, ¡no tendrá igual!”. Dicho esto, un profundo silencio se apoderó del bullicio de las plantaciones, sólo interrumpido por una ligera brisa que refrescó el rostro acalorado de la joven.
A partir de ese día, el cónsul continuó con sus paseos matutinos, pero con el detalle de que éstos incluían el paso por la zona donde trabajaba la joven. Un día el cónsul, deprimido por las noticias de Inglaterra de que el vino que había exportado allí no había llegado, fue a despejarse bajo el eucalipto; por suerte la joven estaba regando el vigoroso árbol. Ella no se atrevió a hablar, pero el cónsul se le acercó, le pidió permiso para cogerle las manos, la miró a los ojos y le pidió que se reuniera con él al final de cada día junto a aquel árbol. Ambos se enamoraron y se casaron a escondidas, ya que el cónsul necesitaba la aprobación del padre de la joven, que estaba de viaje en las Indias. Lo cierto es que el cónsul sabía que su familia lo repudiaría si se enteraban de que se había casado con una joven plebeya. Debido a ello y a que tenía un viaje anual a Inglaterra, el Cónsul tuvo que dejar a su amada en la isla y partir hacia Gran Bretaña. Le dijo a su mujer que pasaría 1 año antes de que pudiera volver a verla, la joven lo entendió pero, por supuesto, se entristeció. Se dice que durante ese año la joven visitaba el ya enorme eucalipto al final de cada día. Pasaron un año, dos, tres, una década, y el cónsul nunca regresó. Durante 13 años, la joven esperó y se desesperó y se dice que el eucalipto fue regado durante este tiempo por sus lágrimas y que durante este tiempo el eucalipto dejó de crecer.
Un día lluvioso, la anciana que una vez dijo que el árbol “crecería sin igual”, le dijo a la joven: “el árbol ha vuelto a crecer, mide más de un metro”. Una semana después seguía lloviendo, y a lo lejos se veían bandadas de pájaros cruzando enérgicamente el valle. La gente de aquella tierra, acostumbrada a la tranquilidad, se asustó y se reunió en torno a la mansión del cónsul. Dejó de llover y entonces, a la entrada de la Quinta, justo al lado del carismático árbol, apareció el majestuoso Cónsul a caballo. La anciana exclamó: “¡El árbol de la unión sólo se detendrá cuando choque contra el cielo!”.
De todos los eucaliptos plantados esta temporada, éste sigue siendo el más alto, y es por todo esto que dicen que quien venga a Quinta da Serra y abrace el eucalipto tendrá un Amor Eterno.